domingo, 24 de febrero de 2013

Amor, ciencia y literatura

Por: Piedad Bonnett
 
La cuestión es sencilla: cuando usted mira una persona, lo primero que se activa es la corteza paracingulada, que medirá qué poder de atracción posee ésta. Si no le resulta seductora, no habrá pasado nada. Pero si la considera atractiva, se activará su corteza ventromedial, y usted habrá entrado en otro estado: comenzará a tener trastornos fisiológicos —tal vez temblores, o dolores de estómago— y, ante todo, su percepción de la realidad habrá cambiado, porque en menos de 30 segundos, que es todo el tiempo que esta operación debió tomar, usted se ha enamorado.
 
Fue lo que le pasó a Simetha, la protagonista de La hechicera, una obra de Teócrito escrita hace más de dos mil años, y que según Octavio Paz es el primer gran poema de amor de la historia. Esta joven, después de ver a Delfis unos segundos, vuelve a casa trastornada, quejándose de “… la dolencia / de amor, que no se cura / sino con la presencia y la figura”. Ha sufrido, la pobre, un ataque de amor a primera vista, y ahora, como dictaminó el muy poco romántico Ortega y Gasset, que podría haber sido parte del equipo del Trinity College, ha entrado en un estado de “imbecilidad transitoria”, en “un estado de miseria mental en el que la vida de nuestra conciencia se estrecha, se empobrece, se paraliza”.
 
¿Cuánto dura esa “manía”, esa obsesión? La respuesta la ha dado la antropóloga norteamericana Helen Fisher, galardonada con el prestigioso Distinguished Service Award, en su libro Por qué amamos: “Un equipo de neurólogos concluyó recientemente que el amor romántico dura normalmente entre 12 y 18 meses”. Los resultados de sus investigaciones, que partieron de escaneos del cerebro de 437 estadounidenses y 402 japoneses, nos informan tanto de la sintomatología del mal de amor (recordar trivialidades de forma intensa, tener vertiginosos cambios de humor) como de ciertas rarezas, como que el zorro y la hembra se emparejan a mediados de febrero, o que en las personas que consumen cocaína y opiáceos se activan las mismas regiones cerebrales, “incluida la corteza cingulada anterior, el caudado y el putamen”. Confieso que no he investigado con seriedad el significado de este último término.
 
Ay, los científicos y el amor. Sobre éste los filósofos, los escritores, los historiadores, han escrito cientos de páginas buenas, regulares y malas. Algunas extraordinarias, como las de Octavio Paz, Rougemont y Bauman, o las recientes conversaciones con Alain Badiou, tituladas Elogio del amor. Estos autores señalan algo que escapa del campo de la ciencia pura: que cada cultura moldea el concepto del amor, y que en éste juegan tanto la libertad como el azar. Pero los que con más precisión han hablado del amor han sido los poetas. Pues, ¿quién refutaría a Quevedo cuando dice: “Es hielo abrasador, es fuego helado / es herida que duele y no se siente / es un soñado bien, un mal presente / es un breve descanso muy cansado”?
 
Fuente: El Espectador

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