jueves, 27 de enero de 2011

Ante la crisis ambiental global

La globalización no puede seguir siendo un proceso mecánico. Debiera tomar en consideración las relaciones humanas, así como el mismo fin o el significado de la vida por diferente que éste sea en cada una de nuestras culturas y civilizaciones


Finalizada la Cumbre sobre Cambio Climático de Cancún, los datos ambientales que sigue facilitando la Comisión de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas vuelven a poner de manifiesto los retos pendientes de muchos países desarrollados. Estos datos y el propio debate abierto sobre la crisis económica, la sostenibilidad, el modelo energético o la imprescindible protección de los recursos naturales vuelven a demostrarnos las importantes limitaciones derivadas de nuestro modelo de desarrollo.
 
Así, el fenómeno de los gases de efecto invernadero o la protección de la biodiversidad marina nos demuestran que muy poco importan las fronteras políticas que rodean las interacciones del medio ambiente, pues éste desborda nuestros límites territoriales y nos recuerda la ineficacia de nuestras variadas fórmulas de prevención sobre daños en la atmósfera, en el suelo, en las aguas o en los mares. La cuestión se dificulta más en estos medios, donde nuestro margen de actuación en lucha con los elementos deja bien clara la desigual pelea que el hombre se ha empeñado en emprender contra la naturaleza durante siglos.
 
La problemática no es nueva sin que hasta la fecha existan visos de solución a un problema que la crisis global tampoco ayuda a solucionar. Al contrario, seguimos sufriendo las consecuencias de este tipo de emisiones, de un modelo de consumo o de la explotación masiva del suelo, antes de que la biosfera logre asimilar y depurar los impactos económicos, sociales y ambientales que mueven a nuestro mundo en Occidente y al cual, miméticamente, quieren sumarse los países en desarrollo tal y como defienden ante Naciones Unidas o en la propia Cumbre de Cancún.
 
Este modelo se justifica en las necesidades económicas de cada cual para justificar el incumplimiento de los compromisos internacionales, olvidando que tales necesidades vienen produciendo el 45% sobre el total de emisiones de gases con efecto invernadero. Con ello, subsiste una gran batalla política para dirimir los niveles de cumplimiento de la legalidad internacional, sobre lo cual hay quienes pretenden quedar exonerados gracias a los generosos límites de su soberanía, para huir de principios que supongan alguna injerencia en su políticas energéticas. De facto, a nivel doméstico e internacional se ha formalizado un auténtico régimen jurídico y bursátil de comercio con los derechos de emisión de gases. Este mercado es arbitrado entre los Estados y las empresas que han agotado sus cupos y quienes tienen margen de mercado sobre las emisiones.
 
Mientras tanto, los países en vías de desarrollo llevan años soportando el impacto de estos gases en su biodiversidad, en sus actividades primarias y en sus economías en zonas dependientes de los sectores básicos, especialmente de la agricultura y la pesca. Su futuro lleva siglos ligada al impacto de un modelo que tiende a hipotecar el futuro de muchas sociedades. Hombres y mujeres que hoy, por cierto, son expulsados de algunas fronteras por leyes restrictivas de los Derechos Humanos que las Constituciones dicen proteger. Frente a ello, subsisten a nuestro alrededor políticas económicas coyunturales, de mero impulso al consumo como condiciones habituales de nuestra reacción ante la crisis.
 
El impacto global de estos problemas solamente puede intuirse en la distancia y minimizarse con políticas locales comprometidas y tecnológicamente contrastadas. Un reto que demanda acciones locales, junto con apuestas globales basadas en los derechos fundamentales, la solidaridad, la sostenibilidad real y la inversión en tecnología, innovación e investigación para hacer frente al futuro sin renunciar al propio presente.
En este contexto, tanto Naciones Unidas como la Unión Europea debieran reconducirse hacia la justicia, la paz y la sostenibilidad en el sistema internacional.
 
Es necesario que ambas instituciones se sobrepongan y pasen a ser instrumentos políticos activos. Esa debiera ser su contribución para que el Derecho y la Justicia se globalicen junto con los derechos fundamentales. Bien es cierto que para proteger el medio ambiente y los recursos que lo integran no basta con el Derecho. Como anticipara el escritor alemán Ludwig Börne en 1829, «si la naturaleza tuviese tantas leyes como un Estado, ni siquiera Dios podría regirla». Sigue siendo necesaria una receta de compromiso de lo local a lo global para atajar los problemas desde su raíz y medir los resultados antes de la toma de decisiones globales.
 
La globalización no puede seguir siendo un proceso mecánico. Debiera tomar en consideración las relaciones humanas, así como el mismo fin o el significado de la vida por diferente que éste sea en cada una de nuestras culturas y civilizaciones.
 
De lo contrario, Occidente corre el riesgo de terminar con su propio modelo, mientras buena parte del resto del mundo pide auxilio frente a nuestras puertas.

 
Fuente: (el diariovasco )

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