martes, 21 de junio de 2011

La conspiración de los profetas

En el siglo XVI la ciudad de Toledo consiguió convertirse en un espacio irrespirable por el miedo, el temor, la inseguridad, la incertidumbre

 

 

El Toledo del último tercio del siglo XVI fue un Toledo turbio. Se movió entre una rebelión difusa, la superposición de profecías milenaristas, la crítica política a Felipe II y la sensación imprecisa de que un desastre indefinible se cernía sobre España y, como consecuencia, sobre la ciudad. A la confusión se sumó la iglesia y sus instrumentos de control de la ortodoxia. La ciudad consiguió convertirse en un espacio irrespirable por el miedo, el temor, la inseguridad, la incertidumbre. Se hizo un lugar nocivo para las almas y peligroso para los cuerpos. No estuvieron ajenos, a la creación de este universo convulso de Toledo, la Inquisición omnipresente, los sueños de Lucrecia, los anuncios del soldado-profeta Piedrola, las conspiraciones, a favor o en contra, de Antonio Pérez, los impuestos de Felipe II a los clérigos y la pérdida de la capitalidad por el traslado de la Corte a Madrid. Fue un tiempo, por lo demás, definido por la aparición y profusión de ideas apocalípticas. El Juicio Final se sentía, interiormente, cercano. En cuanto al exterior, tal vez nadie pudo racionalizar que se acercaba la ruina para la ciudad y el declive de España, aunque ambos, tal vez, se presintieran.

Aumentaron el tono enrarecido las previsiones de Nostradamus. Había anunciado que en el año quinientos ochenta, aproximadamente, «vendrán extrañas eras». Algunos astrólogos se atrevieron a fijar el año de 1588 como el año de un gran desastre cósmico por causa de un eclipse solar, dos eclipses de luna y la ciega, terrible conjunción de Saturno, Júpiter y Marte. Confluencia que, desde los tiempos bíblicos, se asociaba a revoluciones, guerras, epidemias y muerte de gentes importantes en extrañas e indescifrables condiciones. Aunque lo más probable es que todo tuviera su causa en diversas y coincidentes conspiraciones políticas en torno a la figura del secretario de Felipe II, Antonio Pérez, de quien quería librarse el rey «prudente».

Piedrola –Miguel de Piedrola Beamonte, natural de Navarra- fue detenido por la Inquisición el 18 de septiembre de 1587 y en diciembre de 1588 fue sentenciado a dos años de reclusión, continuados por un exilio perpetuo de Madrid. Tras varios intentos fallidos para que cumpliera la condena – nadie quiso acogerlo ni pagar su subsistencia – fue encerrado en el castillo de Guadamur, como un nuevo Daniel arrojado al foso de los leones, según defendió el toledano Alonso de Mendoza, canónigo magistral – por su oratoria y erudición – de la catedral de Toledo. El personaje de este texto. Nuestro conspirador toledano. Y continuando con una tradición que, en el Toledo laberíntico de siempre ha sido costumbre inveterada, dispuso de enemigos poderosos –era reconocido por sus limosnas y generosidad – y sobre todo por su apasionada relación amorosa con Jerónima Doria, hija de una importante familia toledana de antecedentes genoveses.

Lucrecia, también condenada por la Inquisición de Toledo – esta sería otra historia – había soñado que un grupo selecto de gentes escogidas, refugiadas en Sopeña, un lugar inconcreto de cuevas a lo largo del río Tajo, se salvaría de la catástrofe que se auguraba sobre España. Piedrola había profetizado algo similar, solo que, al centro de salvación elegido para los escogidos, lo llamó la Espelunça. Alonso de Mendoza quiso hacer realidad Sopeña y la Espelunça, convirtiendo con la ayuda del arquitecto real Juan de Herrera una cueva de Villarrubia de Ocaña en un bunker en el que se almacenaron armas, víveres y pertrechos para iniciar la reconstrucción de la nueva España.

Uno de los sueños de Lucrecia había profetizado que Toledo escaparía de la destrucción por la intervención de un ejército escondido en las cuevas laterales del cauce del río Tajo. Dirigido este ejército de sombras por un enigmático Miguel, (¿el arcángel S. Miguel?), su general inventado, liberaría a Toledo del cerco enemigo y tras varias batallas enconadas los invasores desconocidos serían derrotados. Se iniciaría una época de grandes acontecimientos que transformarían el mundo. España empezaría su reconstrucción. Jerusalén, por la acción posterior de Miguel, proclamado rey de España, sería liberada del dominio sarraceno y la sede de Roma con sus reliquias sería trasladada a Toledo. Al modo de las narraciones sobre la Reconquista, la cueva de Covadonga y, con un tal vez inexistente Pelayo, España y Toledo inaugurarían un nuevo orden.

 



El ocho de mayo de 1590, el Consejo Supremo de la Inquisición -la Suprema-, en base a informes de investigadores y espías ordenó a Lope de Mendoza, inquisidor adscrito al Santo Oficio de Toledo, que incautase, «rápidamente, por sorpresa y evitando toda publicidad» los papeles y documentos del canónigo-magistral Alonso de Mendoza. Pero el Inquisidor, amigo, y tal vez pariente de Alonso de Mendoza, retrasó las órdenes cuanto pudo. Más tarde sufriría las represalias. Diez días después recibió órdenes reiteradas que no pudo eludir. En la oscuridad de la noche del 20 de mayo los servidores de la Inquisición entraron en casa de Alonso de Mendoza, requisando gran número de documentos ocultos en las paredes tras una alacena. Servirían como pruebas de una sedición, aunque se habían mezclado con el disfraz de sueños proféticos, de anuncios escatológicos y de interpretaciones religiosas.

Continuaron las detenciones de algunos de los miembros más activos de la conspiración. Y el 31 de mayo de 1590 todos los sospechosos se encontraban en los calabozos de la cárcel de la Inquisición de Toledo. Felipe II manifestó su contento por la eficacia, rapidez y amplitud de las detenciones. Daría comienzo el segundo acto de esta conspiración en la que el protagonismo correspondió a la Inquisición. El último acto se cerraría con la condena de Alonso de Mendoza a seis años de cárcel, que duró, entre apelaciones y diversas actuaciones procesales, hasta 1597. Alonso de Mendoza fue encerrado en el monasterio jerónimo de la Sisla, no si antes dejar claro en un documento remitido a Roma que su detención y la de sus amigos lo había sido por razones políticas. En concreto por su oposición a Felipe II que había gravado al clero con impuestos. 

En la Sisla, en los primeros años, continuó su actividad social, aunque ya más calmado. Escribía «memorandums», hablaba de la decadencia de España, aunque ya sin pasión, recibía amigos, tantos que el prior se quejó de que el monasterio más parecía una «casa de orates que de religiosos». Conspiró si convicción, sólo por costumbre, pues un proceso de la Inquisición no dejaba a nadie igual. Reclamó a Roma su inocencia. Sin salida, moriría en la Sisla, olvidado y oscuro, tal vez perdido el juicio, el canónigo- magistral toledano Alonso de Mendoza. Sucedió entre septiembre u octubre del año 1603. No si antes haber reconocido en los procesos de la Inquisición que una parte de los sueños de Lucrecia o Piedrola, en parte, se debían a su invención. Desaparecía un conspirador toledano, pero también un mundo. Toledo comenzaba un siglo distinto.

La conspiración de los profetas
 
Jesús Fuentes
 
Fuente: ( abc.es )

LO MAS LEIDO