jueves, 9 de junio de 2011

Un montoncito de células

Es una expresión gráfica que en ocasiones emplean los partidarios de la despersonalización del embrión para justificar la selección embrionaria, la experimentación con embriones o el aborto. Aunque poca gente tomará esta expresión como algo totalmente literal, resulta muy plástica para interiorizar un desprecio subconsciente hacia el comienzo de la vida. “A qué tanto jaleo si tan solo se trata de un montoncito de células”- pueden pensar (y piensan) muchas personas insuficientemente formadas.

El descubrimiento del genoma humano (va ya para 60 años) supuso el golpe definitivo a la concepción del feto como una parte del cuerpo de la mujer, de la que podía disponer libremente. Desde entonces, el movimiento provida ha podido esgrimir la individualidad genética del no nacido como prueba de su inviolabilidad.

No obstante la veracidad de este aserto, se puede afirmar que es incompleto. El genoma de un embrión es indispensable para que se produzca su desarrollo intra y extrauterino, pero no es suficiente. En los últimos años se ha profundizado en el conocimiento de la epigenética, es decir, la acción de los factores que intervienen en la expresión del material cromosómico, sin alteración del mismo.

Como es sabido, el genotipo es la información contenida dentro del material genético de cada célula; es el “guión” de lo que el ser es en cada momento de su desarrollo. El fenotipo es la plasmación real de lo que esa información genética dispone, es el “resultado”, tanto físico como conductual del proceso de aplicación del guión genómico. Desde antiguo se sabe que el ambiente condiciona la expresión de la información genética. Lo que la epigenética ha venido averiguando es que otros factores heredables pero no genéticos (la metilación de la citosina del ADN principalmente) modulan también la expresión de ese genotipo, contribuyendo a hacernos a cada uno de nosotros absolutamente irrepetibles, no simple expresión de una mezcla aritmética de los factores genéticos de nuestros progenitores.

En los últimos años el estudio de estos factores ha hecho descubrimientos realmente asombrosos. Por ejemplo, tras la fusión de los núcleos de espermatozoide y óvulo, se produce la primera división celular en dos células hijas a las que se denomina blastómeros. Pues bien, esta división no es simétrica, sino que se produce de forma constante a partir de la llamada línea de división, que une el antiguo núcleo ovular con el punto de la membrana por el que ha penetrado la cabeza del espermatozoide, y su resultado son dos células disímiles. En todos los casos, la célula que contiene el punto de entrada espermático (blastómero polar) es la primera de ambas en subdividirse para dar otros dos blastómeros hijos, a su vez asimétricos. Solo cuando este proceso se ha producido, el otro blastómero inicia su división. Por medio de la tinción celular, un estudio [1] ha demostrado que el blastómero polar dará lugar al embrión y el otro blastómero a la placenta y tejidos anejos. Es decir, cuando aún no podemos distinguir a simple vista una célula de otra, cada una tiene ya su misión definida.

Lo más sorprendente es que el embrión comienza a interactuar con el organismo materno desde el inicio, aun antes de implantarse. Por ejemplo, el primer día de vida (cuando solo se ha producido la primera división celular), el embrión comienza a emitir una molécula llamada interleucina IL-1 que reciben unos receptores específicos situados en las trompas de Falopio, las cuales de inmediato producen 3 tipos de factores: unos de crecimiento embrionario, otros que inhiben la apoptosis o muerte celular de los blastómeros y, lo más extraordinario, unas moléculas que “marcan” el camino del nuevo ser por las trompas y el lugar del endometrio uterino donde anidar, cual si fuesen operarios de un aeropuerto guiando a un avión recién aterrizado.

Es evidente que el cuerpo de la madre no permanece indiferente al huevo fecundado hasta su anidación, antes bien desde el primer instante de la fecundación dispone los medios para que el embrión concluya felizmente el maravilloso viaje de la vida recién comenzado. 

En cuanto la anidación se ha producido eficazmente (días 7 a 15 aproximadamente), el desarrollo de la placenta y la circulación sanguínea materno-fetal incrementa de forma exponencial esta comunicación. Es conocido que el embrión está dotado de hormonas y citoquinas que inhiben la respuesta natural del sistema inmune materno a todo cuerpo extraño. Esto lo lleva a cabo presentándole la “mitad ajena” de su propia inmunidad, es decir la proveniente del genoma paterno, y logrando que sea reconocida por la sangre materna como propia.

Lo que se ha sabido más recientemente es que las células del sistema inmune fetal también pasan al torrente sanguíneo materno. Un estudio [2] ha demostrado que hasta el 1% de las células madre hematopoyéticas (precursoras de inmunocitos) de los ganglios linfáticos de una mujer embarazadas proceden de su hijo a través de la placenta, y todavía se pueden localizar varios años más tarde. Los linfocitos T reguladores de la sangre embrionaria actúan inhibiendo su sistema inmune para que las células que pasan a la madre no la ataquen.

Más maravilloso aún es el descubrimiento en los últimos años de unas células madre pluripotenciales del embrión que pasan al organismo materno detectándose en cantidades de 2-6 células/ml, y a las que se denomina “progenitores celulares asociados al embarazo”. Estas células madre se depositan en la médula ósea y desde allí se distribuyen a casi todos los órganos de la madre: piel, tiroides, hígado, riñón, glándula suprarrenal, pulmón, etc. Dada su inmadurez poseen una alta capacidad de diferenciación, y se ha demostrado que colaboran con las células madre maternas en la función regenerativa del cuerpo de la madre, por ejemplo se las ha localizado contribuyendo a la reparación de cardiopatías isquémicas [3]. Es decir, que el feto hace una donación de células madre a su propia madre para ayudarla a la labor de regeneración de sus tejidos. Antes de que a ningún investigador se le ocurriera descuartizar embriones para emplear sus células madre en la curación de enfermedades degenerativas, el no nacido ya llevaba a cabo esa función de forma natural.

No citaremos aquí, y bien merecen su propio artículo, todas las relaciones afectivas entre madre e hijo que se producen apenas este empieza a desarrollar sus órganos sensoriales (tan tempranamente como la semana octava) y que influyen decisivamente en ambos: en el no nacido para conformar su propio fenotipo (sobre todo conductual), y en la madre para prepararse a recibir a su hijo fuera del útero. Se han desarrollado disciplinas como la aptonomía para que los progenitores, principalmente el padre, puedan establecer contacto con su hijo a través de la palpación abdominal.

Tan asombrosos descubrimientos en una disciplina tan relativamente joven como la embriología auguran que aún encontraremos más relaciones intrauterinas entre madre e hijo. Como se puede comprobar, todas ellas se producen mucho antes del plazo que la ley concede al aborto libre, y muchas incluso antes de que la propia mujer sea consciente de que va a ser madre. Tal vez su conciencia aún no lo sepa, pero su cuerpo sí, e inicia su propia relación recíproca con el embrión. Para la naturaleza, un hijo nunca es un problema, sino una bendición.

Las referencias bibliográficas de este artículo han sido obtenidas del libro “El no nacido como paciente”, José María Pardo Sáenz. 2011. EUNSA. ISBN: 978-84-313-2743-9
[1] Piotroska K, Zernicka-Goetz M. Role for sperm in spatial patterning of the early mouse embryo. Nature 2001;409:517-521
[2] Mold JE, Michaëlsson J, Burt TD. Maternal alloantigens promote the development of tolerogenic fetal regulatory T cells in utero. Science Dec 2008; 322(5907):1562-1565
[3] López Moratalla N. La colaboración materno-fetal en el embarazo. El vínculo de apego. EUNSA. Pamplona 2008

Fuente: ( infocatolica )

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